Cuando ya faltaban apenas un par de horas para cerrar la edición 2022 de Vinoble, con la mitad de los stands ya levantados y la otra mitad empezando a recoger, fui literalmente arrastrado por Santi Carrillo -sumiller en jefe del Corral de la Morería en Madrid- a esas dos intensas primeras filas del Molino del Aceite del Alcázar de Jerez que ocupan los viñadores y bodegueros en las catas. Este Vinoble tras cuatro años de parón ha sido muy social, de muchos reencuentros, y he hecho más horas de pasillo, sala y patio que de catas comentadas. En principio, el título un tanto críptico de la que estaba arrancando -“Teoría de la versatilidad: PX=M2”- no me había llamado mucho la atención, pero la experiencia fue rompedora y mereció la pena. De hecho, ha sido una de las mejores que he vivido en el Molino no solo en esta sino en otras ediciones. Pero vayamos por partes…
El “winelover” tiende a desconfiar de las catas organizadas por los Consejos Reguladores. El lado institucional y las corbatas chirrían un tanto en un imaginario en el que mandan la viticultura y las fuerzas telúricas, pero en ésta se palpaba la expectación de que algo estaba sucediendo. El CRDO Montilla-Moriles había puesto su comunicación en manos del equipo formado por Paula Menéndez y Virginia García, sumilleres consultoras y formadoras que firman como “In Wine Veritas”. Se trataba de verificar doce premisas sobre la Pedro Ximenez a través de doce vinos catados a ciegas. ¿Puede transmitir frescura? ¿Expresión del terruño? ¿Crea vinos musculosos y rotundos? ¿Largos en el tiempo? Luego, a vino descubierto, se abría el debate. La cosa se estaba poniendo divertida.
Las 25000 hectáreas de viña que había en 1970 se han quedado hoy en unas 4.800, plantadas entre los 150 y los 600 metros de las zonas altas de la Sierra de Montilla, donde abundan las albarizas de lentejuelas, mientras que en los Moriles Altos -a unos 400 metros- mandan los suelos de barajuelas, que parecen conferir a los vinos una electricidad salina muy especial que no había encontrado hasta ahora en ningún otro blanco de crianza biológica.
La secuencia de cata fue un crescendo que empezó con un blanco puro y sencillo, recorrió los distintos pagos y las soleras históricas, buceó en los abismos del tiempo y cerró con vinagre viejísimo maridado con un merengue que quería hablar de albarizas. No hago spoiler si desvelo que, al final, me quedó la impresión de dos zonas bastante diferentes, por explorar, que están viviendo algo así como su “Sherry Revolution” -incluso con protagonistas compartidos como Ramiro Ibáñez y Willy Pérez- aunque las comparaciones pueden ser bastante discutibles. Hay quien, como Santi, no cree que la Sierra de Montilla sea el “Sanlúcar” cordobés ni que se puedan equiparar los Moriles Altos con los pagos jerezanos. Él habla más bien de una lengua de albarizas que va desde Baena hasta casi Sevilla, con diferentes matices de altitudes, exposiciones y suelos… Si el mapa de los terruños del Marco lleva siglos dibujado, igual el de las albarizas cordobesas aún está por definir. Esto es otra cosa… u otras cosas.
A destacar la pureza y sencillez del primer vino: “Los Injertos” 2020, del proyecto “Los Insensatos”, un varietal sin más vueltas de suelos de antehojuelas en la Sierra de Montilla. El “Tres Miradas Cerro Franco” de Alvear que le siguió -de una parcela a 600 metros en Rio Frío- es un blanco de tinaja con año y medio bajo velo que marcó una delgadez salina de cal profunda a la vez que levadura y repostería. Una tercera hipótesis sobre la elaboración en barrica francesa trajo unos aires globalizadores y chardoneadores que me dejaron bastante frío, pero la mineralidad intensa y la identidad sin tapujos del siguiente vino -el “Fino Cebolla” de Bodegas el Monte- con sus quince años de crianza biológica fueron toda una sacudida: un relámpago salino de los Moriles Altos con una identidad contundente. El amontillado genérico viejísimo del Consejo que ilustró la tesis sobre las referencias literarias, profundo pero cómodo en boca, le doblaba la edad y tenía sal y vejez, con el toque amable de la Pedro Ximénez y mucha clase pero menos tensión. Fue seguido por el oloroso “Asunción” de Alvear, que venía a cuento de las bodegas centenarias y que aportó una enorme intensidad sápida -casi dolorosa- en contraste juguetón con una nariz de gran dulzura, de peras confitadas y cruasanes. La hipótesis del tiempo fue ilustrada por un verdadero monstruo: el palo cortado de más de ochenta años de edad de “La Inglesa”, nacido de suelos de barajuelas a 600 m en los Moriles Altos. Amplísimo en boca, combina el lado goloso del toffee con la dureza de la piedra, entra amable pero se va afilando en vértice hacia arriba y se alarga hasta que se hace eterno como la roca a la que sabe. Impacta porque tiene una crianza infinita pero es pura mineralidad y nervio. Solo hay dos botas y, por desgracia, no se vende.
Las últimas hipótesis fueron sobre los vinos dulces y su diversidad y ya me cogieron en shock, aunque el PX “Gran Pedro” de Bodegas la Aurora con su caliza bañada en arrope de higos merece una recata y el Toro Albalá Convento Selección 1955, añejado en bota de amontillado, es una joya de la concentración añeja y golosa con sus 450 grs de azúcar por litro. ¡Vaya fin de fiesta!
Texto: Luis Vida. Fotografías ©Abel Valdenebro
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